Nos ponemos solemnes cuando adoptamos una postura rígida ante una situación y creemos que con seriedad y dureza, vamos a resolverla mucho mejor. Entonces nuestro único punto de apoyo es el ‘deber ser’, lo que ‘corresponde’ según preconceptos ajenos de lo que está bien y lo que está mal.
Este catálogo moral que llevamos -sin darnos cuenta- nos desconecta de la realidad, porque es fijo, ya está pautado, y la realidad está viva, es cambiante.
La solemnidad es una actitud mental de exigencia: solo aprueba lo que “está bien” y esto tiene un correlato en el cuerpo: rigidez. Esta dureza mental y corporal, nos inmuniza contra la ductilidad de la vida, la espontaneidad y en última instancia contra el afecto.
Solemnidad es estar muy pendientes de la imagen que damos, es pensar primero qué van a opinar los demás y elegir desde esa cárcel: qué ropa nos pondremos, qué actividades haremos, cómo hablamos, qué ideas defendemos, qué música elegimos… etc.
La solemnidad nos ausenta del momento que estamos viviendo, nos deshabita el cuerpo, nos corta la respiración, nos desvitaliza… Este descontacto con nosotros, nos distancia de los otros y de lo que está sucediendo.
Pero cuando nos encontramos con algo que desarma ese oscuro laberinto de seriedad, la vida vuelve a movilizarse como un torrente cálido, se nos afloja la espalda y el pecho y podemos respirar, por fin, más profundo y nuestros ojos brillan. Y desde este nuevo estado, podemos pasar de ver en blanco y negro, a ver los colores.
¿Cómo podemos salir de la solemnidad?
- Convocar el humor.
- Respirar profundo.
- Mover la espalda.
- Preguntarnos: “¿Desde qué otros puntos de vista podemos leer esta situación?”
- Imaginar la escena hecha dibujitos animados.
Fernanda Caffaro